lunes, 21 de diciembre de 2009

¿Y los bodegones?

Hasta hace unos años, todavía existían. Eran esos lugares malolientes, que parecían roñosos pero no lo eran, donde el mozo se limpiaba las manos en la chaqueta blanca, a la altura de la panza. El último que recuerdo quedaba en la calle Chacabuco, casi Belgrano, quizás todavía esté, no lo sé. Los choripanes al paso, los panchos y el jugo de naranja en la calle Florida fueron terminando con estos lugares. El más increíble que recuerdo, llamado obviamente "La gota de grasa", como tantos otros por el estilo, quedaba en la calle Bolívar, entre Belgrano y Moreno, si mal no recuerdo. Tenía todo y no tenía nada, eran dos locales en uno; de un lado una especie de almacén con verdulería, del otro algunas mesas que simulaban una cafetería. Recuerdo estar tomando un dudoso café, con la incertidumbre de no saber qué iba a encontrar en el fondo del pocillo una vez terminado el brebaje, cuando vi retozando entre las papas y las batatas a un par de ratas del tamaño de Chilavert, más o menos. Eran parte del paisaje, las ratitas, en esa zona de la capital; aun hoy uno las puede ver cruzar la calle sin mirar para los dos lados, las muy distraídas, y aun así nacen más que las que se mueren, y dentro de unos años no va a faltar la rata macho, bien atrevida, que se coja a un bagarto, confundiéndola andá a saber con qué otro bicho, y se dé finalmente nacimiento a un nuevo ser mitad humano mitad rata. O nos fundimos con las ratas o con las cucarachas, no tenemos mucha salida. Pero el tema es que extraño los bodegones. Mirá lo que me pasó el otro día: estaba apurado, quería comer en un lugar barato, algo rapidito y liviano, e irme rápido a casa a hacerme la paja. Paro en un cruce de dos importantes avenidas, bien ubicado el lugar, y veo tenedor libre a 20 mangos. Esto es lo que buscaba, nada de mozos pegajosos en busca de propina, nada de manteca con pan antes de morfar, ni oporto ni nada de esas boludeces que te dan para relajarte el estómago. Trato de entrar y una vieja que fumaba en la puerta me desalentaba: "no sé, no abren, fíjese si algún mozo le quiere abrir". Adentro se veía gente, estaba lleno en realidad, pero mozos no se veían. Tras un par de minutos un flaco con un plato nos abre al grito de "yo les abro, pero este lugar es una mierda, hace una hora que estoy esperando". Ya iban dos que me alertaban, pero hice caso omiso. Esperamos unos minutos, no aparecía nadie, hasta que divisamos una mesa vacía. Nos sentamos. Otra espera, hasta que al final optamos ganar tiempo levantando los platos sucios, los cubiertos y los vasos, y los pasamos a otra mesa que también se habían olvidado de levantar. A las cansadas cae una moza, agradable gordita por cuya zanja circulaba algo parecido a las cataratas del Iguazú de tanto correr de acá para allá. Nos pide disculpas y pone un mantel. Pasamos a servirnos las ensaldas y todas esas boludeces. Yo, hombre previsor, opté por servirme todas cosas se comían con la mano. Sabia decisión, pues tuvimos que esperar que terminaran de lavar algunos cubiertos para poder usar humanamente un tenedor. Algunos de los comensales que me acompañaban optaron por pedir pastas (era parrilla y pasta libre). Error!!! Tras 45 minutos de espera trajeron un plato grande como la ensaladera de la copa davis pero con tres sorrentinos adentro!!!! A esa altura yo había teminado de comer algunas cosas quemadas de la parrilla y medio kilo de tomates para llenar un poco la panza. Conté por lo menos 3 mesas de gente que entró, esperó 15 o 20 minutos, se levantó y se fue, sin que nadie del boliche se enterara nunca que estaban perdiendo clientes. Allá a las cansadas escuché detrás de mí a una mina que le dice al otro mozo (eran dos) que hacía media hora que estaba esperando en la parrilla sin que nadie la atendiera. Así es: el solícito parrillero que minutos antes te ponía pedazos de carne y achuras quemados en el plato había desaparecido sin dejar rastros. El mozo lo llamaba, pero no lo encontró, así que optó por ponerse a servir él en la parrilla y dejando, una vez más, el salón a la buena de Dios y de la gordita que a esta altura la simpatía no le alcanzaba para soportar las miradas asesinas de muchos comensales. En fin, pagué barato, como si fuera un bodegón, pero comí para el reverendo orto. En "La gota de grasa" de Bolívar, por 20 mangos, me morfaba uno de crudo, tomate y queso con la cucaracha ya muerta, lista para consumir o descartar, y un tinto y soda, y me quedaba vuelto para llevar unas galletitas al laburo. Por eso extraño los bodegones con la mugre a flor de piel, donde las ratas te cebaban mate, y no estos lugares en los que encima te tenés que parar para servirte vos. Al final, todo era mejor antes.