martes, 19 de octubre de 2010

Viejo

Un día como hoy, hace un montón de años, mi viejo me dejaba a cargo de todo. Decidió morirse así sin avisar y transformar el 19 de octubre en el día más difícil de mi vida. No sabía en ese momento que tantos años después todavía lo iba a extrañar, y que seguramente lo haré hasta que el día que me toque irme de este mundo. ¿Cómo pelear contra algo tan inevitable y poderoso como la muerte? Mi viejo decidió no pelear, ya había peleado bastante. Creció en un hogar tan humilde que para poder comer tenía que cazar, pescar o, en el peor de los casos, robar alguna gallina o carnear algún cordero ajeno. Mi viejo siempre contaba que él pudo engordar unos kilos cuando hizo el servicio militar, encima le tocó la Marina. Dos años se comió adentro y el agua la vio más en la canilla que en el mar. Mi viejo fue testigo de las cosas importantes de este país, participó del 17 de octubre, fue al velorio de Evita, lo cagaron a tiros en el bombardeo a Plaza de Mayo y fue a poner el cuerpo contra el golpe gorila del 55. La vida por Perón. No era para menos. En esa época él pasó de ser un campesino a obrero calificado de la General Electric, y pudo pensar en casarse, tener hijos y hasta llegó a tener el sueño de la casa propia, sueño que nunca concretó gracias a las dictaduras y a los gobiernos radicales que poco hicieron por los trabajadores. Mi viejo fue delegado sindical y participó de algunas de las huelgas de la resistencia peronista, su foto en mameluco participando de una protesta obrera, publicada en la tapa de la revista Así, se perdió entre los recuerdos familiares. No, había peleado bastante, ¿para qué seguir peleando? Porque valía la pena, boludo. De mi viejo aprendí que uno puede hacer muchas cagadas pero nunca traicionar a sus compañeros. Pero decidió retirarse antes de la vida, dejó de ir a ver a Boca después del desastre de la puerta 12 y, a pesar de ser joven aun, no fue a recibir al Pocho a Ezeiza ni lo fue a ver a Gaspar Campos ni fue a las concentraciones a Plaza de Mayo. Lloró cuando el Viejo murió y, ante mi esperanza de que vendría cierta época de tranquilidad, me preanunció lo que sucedería tras el golpe del 76: vos no sabés lo que son estos milicos, son lo peor que hay, con estos vamos a estar peor que nunca. En fin, mi viejo me dejó muchas cosas, pero por sobre todas las cosas, me dejó. Si en Lost tienen razón y existe algún lugar donde las almas se encuentran, mi viejo se enterará lo que fue de mi vida. Si no, se lo habrá perdido y nunca sabrá que hubiera cambiado todo lo bueno que me pasó en la vida por verlo jugar cinco minutos con mis hijos, sus nietos.

sábado, 2 de octubre de 2010

María y José

La hora no era exacta, pero el gallo solía cantar entre las 5 y las 5.30 de la mañana. Cuando María lo escuchó, se levantó abruptamente de la cama y, ya incorporada –sin saber por qué extraño cosquilleo–, miró por la ventana y no vio nada, claro. Los perros comenzaban a ladrar, despiertos también por el cacareo del dueño y señor del gallinero. María se calzó las alpargatas, se ató el pelo y salió de la habitación. En el campo no existe el remoloneo ni el "ya voy, ma". Había que sacar varios baldes del aljibe y poner varias calderas (hoy conocidas como pavas) en el fuego para el mate. El fueguito quedaba medio prendido de la noche anterior, había que agregarle unas ramitas y atizarlo para que volviera a prender y a calentar. A lo lejos se escuchaban las primeras toses de los peones, que pronto caerían a buscar las calderas para el primer mate de la mañana. ¿El que tosía sería José? Siempre es el primero, sonrió para sí María. Ella sabía por qué José se levantaba antes. Era sólo para poder verla a solas, unos minutos. No existía entre ellos más que una relación platónica, llena de gestos, miradas y roces. Una sola vez, cerca del aljibe, él se animó a hablarle.
-Señorita, unos minutos, quisiera decirle -dijo, él, con el corazón a punto de asomarle por la boca.

-Eh... ahora no puedo, José, no es momento...

-Pero es que, señorita, usted sabe...

-Sí, yo sé, yo sé... sé que soy mayor que usted... 10 años, y además soy la hija del patrón, José

-Pero yo la quiero bien, María...

A María los ojos se le llenaron de lágrimas y salió corriendo hacia la casa.


* * *

En Buenos Aires, esa mañana, Ana se levantó a las 7, como de costumbre. Fue hacia el baño y se miró al espejo. En la cabeza tenía un nido de pájaros. Ay, qué desastre, cómo hago para dormir y despeinarme tanto? Era el único defecto que podía encontrarse a esa hora, tenía 17 años y la piel de porcelana. Se puso el uniforme y bajó a la cocina a ayudar a preparar el desayuno. No estaba obligada, ella sólo era la niñera de la casa, pero le gustaba compartir con la mucama ese ratito de la mañana. Al fin y al cabo, había sido de mucha ayuda, la mucama, cuando ella llegó a esa casa tan linda, ubicada vaya a saber en qué lugar que ni siquiera sabía que existía, y se largó a llorar sobre la cama. La mucama, Mabel, la consoló, le contó de su propia experiencia y de cómo dejar el pueblo y la familia, y que esa tristeza apenas sería un mal recuerdo.

Para Ana el día transcurrió como todos los demás, hasta que a la tarde un llamado de teléfono cambió su vida, o la marcó para siempre.


* * *

Al mediodía, reunidos todos los peones, a María le extrañó no ver a José. Habrá tenido algo que hacer en el pueblo, pensó. En un pueblito rural de la provincia de Buenos Aires no es difícil enterarse de las cosas, así que distraídamente, casi al pasar, le preguntó a uno de los peones si lo había visto.

-No sé, al pueblo no fue -le contestó-. Yo fui a buscar algunas cosas en el carro y vi el caballo de él por allá cerca de la alambrada, abajo de un árbol. José estaría descansando, porque el caballo estaba ensillado. Raro.

María se preocupó, quién sabe por qué. Era raro, sí, que José se tirara a descansar en cualquier momento, y mucho menos que dejara ensillado el caballo. Además, qué haría descansando tan temprano? Habrá dormido mal?

La respuesta llegó después de la siesta, cuando el grito de una de las sirvientas la despertó. Otro peón había encontrado a José colgando de un árbol. Había llegado hasta allí a caballo, ató la soga y se la pasó por el cuello, después espueleó y el pingo, arisco como era, salió corriendo. A los cien metros, desorientado, paró. En el árbol quedó José, enamorado y muerto.


* * *

A Ana le avisaron que el hermano se había fallecido (así sin anestesia) y que tenía que ir a reconocer el cadáver a ese pueblo que ella ni había oído nombrar. Alguien la acompañó a tomar un colectivo, a la noche, para viajar. Llegaría a primera hora de la mañana y de allí un peón la acompañaría hasta la comisaría. Un agente la llevó al hospital en cuya morgue estaba José. No había parado de llorar desde que salió de Buenos Aires, y cuando vio a su hermano de 24 años tan frío, tan inmóvil, se desmayó. Una vez repuesta reconoció el cadáver e hizo todos los arreglos para el traslado y entierro. Fue llevada hasta la estancia donde José decidió quitarse la vida, fue hasta su camastro y revisó el cajón donde guardaba sus cosas. Encontró una carta y un recibo del correo. En el recibo constaba que el día anterior había hecho un giro a Entre Ríos, como todos los meses. José cobraba, se quedaba con lo mínimo para pasar el mes y mandaba todo a su mamá, en otro pueblo pobre de Entre Ríos. Eran 15 hermanos y había que parar la olla. Ana hacía lo mismo con su sueldo de niñera. En la carta se despedía de su madre y decía escuetamente: "Nadie tiene la culpa".


* * *

Un peón la acompañó hasta la casa. María estaba de negro, en el comedor. No estaba llorando. No estaba haciendo nada. No estaba viviendo, apenas respiraba. Ana la abrazó y juntas lloraron, cuando se separaron la miró a los ojos y no vio nada, María estaba vacía, fue una sensación horrible. María dio unos pasos hacia el aparador y agarró un frasco de vidrio. Estaba lleno de caramelos.

-Estos me los traía él –dijo María abrazando el frasco–. Todos los días.

Y se sentó otra vez, mirando la nada, con el frasco de caramelos.



* * *

Pasaron más de 60 años de aquellos hechos. A María no la conocí, José tenía 24 años y era mi tío, aunque, claro, yo todavía no existía. Ana, mi mamá, todavía extraña a su hermano. No puede encontrar consuelo ni explicación, tantos años después; aunque ella sabe, como sabemos todos, que morir de amor es la única locura perdonable.