sábado, 2 de octubre de 2010

María y José

La hora no era exacta, pero el gallo solía cantar entre las 5 y las 5.30 de la mañana. Cuando María lo escuchó, se levantó abruptamente de la cama y, ya incorporada –sin saber por qué extraño cosquilleo–, miró por la ventana y no vio nada, claro. Los perros comenzaban a ladrar, despiertos también por el cacareo del dueño y señor del gallinero. María se calzó las alpargatas, se ató el pelo y salió de la habitación. En el campo no existe el remoloneo ni el "ya voy, ma". Había que sacar varios baldes del aljibe y poner varias calderas (hoy conocidas como pavas) en el fuego para el mate. El fueguito quedaba medio prendido de la noche anterior, había que agregarle unas ramitas y atizarlo para que volviera a prender y a calentar. A lo lejos se escuchaban las primeras toses de los peones, que pronto caerían a buscar las calderas para el primer mate de la mañana. ¿El que tosía sería José? Siempre es el primero, sonrió para sí María. Ella sabía por qué José se levantaba antes. Era sólo para poder verla a solas, unos minutos. No existía entre ellos más que una relación platónica, llena de gestos, miradas y roces. Una sola vez, cerca del aljibe, él se animó a hablarle.
-Señorita, unos minutos, quisiera decirle -dijo, él, con el corazón a punto de asomarle por la boca.

-Eh... ahora no puedo, José, no es momento...

-Pero es que, señorita, usted sabe...

-Sí, yo sé, yo sé... sé que soy mayor que usted... 10 años, y además soy la hija del patrón, José

-Pero yo la quiero bien, María...

A María los ojos se le llenaron de lágrimas y salió corriendo hacia la casa.


* * *

En Buenos Aires, esa mañana, Ana se levantó a las 7, como de costumbre. Fue hacia el baño y se miró al espejo. En la cabeza tenía un nido de pájaros. Ay, qué desastre, cómo hago para dormir y despeinarme tanto? Era el único defecto que podía encontrarse a esa hora, tenía 17 años y la piel de porcelana. Se puso el uniforme y bajó a la cocina a ayudar a preparar el desayuno. No estaba obligada, ella sólo era la niñera de la casa, pero le gustaba compartir con la mucama ese ratito de la mañana. Al fin y al cabo, había sido de mucha ayuda, la mucama, cuando ella llegó a esa casa tan linda, ubicada vaya a saber en qué lugar que ni siquiera sabía que existía, y se largó a llorar sobre la cama. La mucama, Mabel, la consoló, le contó de su propia experiencia y de cómo dejar el pueblo y la familia, y que esa tristeza apenas sería un mal recuerdo.

Para Ana el día transcurrió como todos los demás, hasta que a la tarde un llamado de teléfono cambió su vida, o la marcó para siempre.


* * *

Al mediodía, reunidos todos los peones, a María le extrañó no ver a José. Habrá tenido algo que hacer en el pueblo, pensó. En un pueblito rural de la provincia de Buenos Aires no es difícil enterarse de las cosas, así que distraídamente, casi al pasar, le preguntó a uno de los peones si lo había visto.

-No sé, al pueblo no fue -le contestó-. Yo fui a buscar algunas cosas en el carro y vi el caballo de él por allá cerca de la alambrada, abajo de un árbol. José estaría descansando, porque el caballo estaba ensillado. Raro.

María se preocupó, quién sabe por qué. Era raro, sí, que José se tirara a descansar en cualquier momento, y mucho menos que dejara ensillado el caballo. Además, qué haría descansando tan temprano? Habrá dormido mal?

La respuesta llegó después de la siesta, cuando el grito de una de las sirvientas la despertó. Otro peón había encontrado a José colgando de un árbol. Había llegado hasta allí a caballo, ató la soga y se la pasó por el cuello, después espueleó y el pingo, arisco como era, salió corriendo. A los cien metros, desorientado, paró. En el árbol quedó José, enamorado y muerto.


* * *

A Ana le avisaron que el hermano se había fallecido (así sin anestesia) y que tenía que ir a reconocer el cadáver a ese pueblo que ella ni había oído nombrar. Alguien la acompañó a tomar un colectivo, a la noche, para viajar. Llegaría a primera hora de la mañana y de allí un peón la acompañaría hasta la comisaría. Un agente la llevó al hospital en cuya morgue estaba José. No había parado de llorar desde que salió de Buenos Aires, y cuando vio a su hermano de 24 años tan frío, tan inmóvil, se desmayó. Una vez repuesta reconoció el cadáver e hizo todos los arreglos para el traslado y entierro. Fue llevada hasta la estancia donde José decidió quitarse la vida, fue hasta su camastro y revisó el cajón donde guardaba sus cosas. Encontró una carta y un recibo del correo. En el recibo constaba que el día anterior había hecho un giro a Entre Ríos, como todos los meses. José cobraba, se quedaba con lo mínimo para pasar el mes y mandaba todo a su mamá, en otro pueblo pobre de Entre Ríos. Eran 15 hermanos y había que parar la olla. Ana hacía lo mismo con su sueldo de niñera. En la carta se despedía de su madre y decía escuetamente: "Nadie tiene la culpa".


* * *

Un peón la acompañó hasta la casa. María estaba de negro, en el comedor. No estaba llorando. No estaba haciendo nada. No estaba viviendo, apenas respiraba. Ana la abrazó y juntas lloraron, cuando se separaron la miró a los ojos y no vio nada, María estaba vacía, fue una sensación horrible. María dio unos pasos hacia el aparador y agarró un frasco de vidrio. Estaba lleno de caramelos.

-Estos me los traía él –dijo María abrazando el frasco–. Todos los días.

Y se sentó otra vez, mirando la nada, con el frasco de caramelos.



* * *

Pasaron más de 60 años de aquellos hechos. A María no la conocí, José tenía 24 años y era mi tío, aunque, claro, yo todavía no existía. Ana, mi mamá, todavía extraña a su hermano. No puede encontrar consuelo ni explicación, tantos años después; aunque ella sabe, como sabemos todos, que morir de amor es la única locura perdonable.

7 comentarios:

El Doc 9 dijo...

Peralta, gracias por esta historia, algo distitno entre tanta mediocridad. Abrazo puteador...eso si, saque esa foto que puse fondo de maraca

Anónimo dijo...

Muy,muy bueno.
Mientras leía estaba en los lugares que mencionabas,

J. Marias decia que no entendía pero
queijodepu..., que bien lo escribiste!

Mx

Peralta dijo...

el que no entiende soy yo. J.Marías qué tiene que ver? soy inorante, vistessss

Anónimo dijo...

Julián Marias hizo una crítica de los Argentinos y en unos de los tantos palos dijo que para elogiar a alguien usábamos un insulto: !que hijo de puta".
Por eso, una boludes nada mas.
Una pregunta, este texto no lo publicaste antes o algunos de tus blogueros tal vez?
Mx

Peralta dijo...

Mx, nice to meet you; gracias por el comentario; no, no lo publiqué antes ni acá ni en ningún lado, está recién salido del horno, y al que intente copiarlo lo cago a trompadas y lo denuncio en la corte de la haya

Aguilucho dijo...

Muy bueno Peralta. Sos como un Cheever argentino. Pero más pelado y más feo.

maria olano dijo...

Hermoso y conmovedor. Tierno por donde se lo vea. Voy a disentir en el final. El amor es el unico juego en que los dos participantes pierdrn o ganan.