viernes, 28 de agosto de 2009

Me quedé con sus lágrimas

Vamos a volver a las historias de barrio, esas que mantienen todavía vivo este blog a pesar de los contratiempos. Cuando uno escribe, casi siempre escribe de sí mismo. La historia que voy a contar le pasó al Cabezón Jorge, pero es como si me hubiese pasado a mí. El cabezón está en mí, es parte de mi ser, aunque ya no esté físicamente. Como son parte de mí los vecinos y compañeros del barrio, las noviecitas, los compañeros del colegio... Como conté en aquella historia, el día que el Cabezón se murió, era muy rápido con las minas. Tenía ese don. No era tan buen mozo, pero tenía suerte, no sé, ángel que le llaman. Pero, como no podía ser de otro modo, encontró la horma de su zapato. Un día el Cabezón se enamoró. Una noche, después de jugar al fútbol hasta las 10 de la noche, tirados en la esquina, todos chivados, nos estábamos clavando un Tres Plumas que el Cabeza había encontrado en la casa. Los viejos no estaban, sino que Tres Plumas, trescientas patadas en el orto nos daban. Bue, resulta que estábamos chupando eso que decían era coñac, con 28 grados a las 22.30, más o menos, y allá a una cuadra la divisamos. Era Nancy. Nos conocíamos desde chicos, ella había sido compañera mía en la primaria, pero casi que no la vimos más. Yo, por tenerla más vista, me di cuenta que era ella. El Cabezón la miraba venir hacia nosotros como obnubilado. Cuando Nancy nos vio, a unas tres casas, transpirados, en cueros y medio en pedo, dejó la vereda y empezó a caminar por la calle. Estaba para comérsela. No podíamos ni hablar. "Yo le toco el culo", dijo el Loco Eduardo, y amagó salir para la calle. Una mano criteriosa lo tomó del brazo y lo frenó. Ella nos miró, sonrió levemente (por Dios, qué se había hecho en los labios? y en los dientes? cómo podía sonreír así, levemente y de costado, como regalándonos apenas una muestra de su belleza?) y nos dijo, solamente, chau.

Los días siguientes el Cabezón estaba imparable, se paraba en la calle todas las noches, como perro en celo. Nosotros lo acompañamos algunos días, pero se ponia aburrida la espera, y preferíamos irnos a alguna terraza a cagarnos a bollos con los guantes de boxeo que le habían regalado al Loco Eduardo. Pero una noche Nancy apareció.


-Mami, qué curvas y yo sin frenos -le disparó. El Cabezón, como dije, tenía suerte, porque con los piropos que usaba no podía coger ni pagando.

-No seas pelotudo, Jorge, ¿no me conocés?

-No, pero me gustaría -dijo, ya acomodándose.

-Qué boludo que sos. Me viene bien, acompañame hasta casa que siempre antes de llegar me cago toda.


Y así empezó la cosa entre ellos dos.



En esa época comencé a laburar de día y estudiar de noche. Estaba en casa sólo los fines de semana, y el Cabezón solía irse. No nos vimos por varios meses. Un día me fui al centro de la ciudad a hablar por teléfono a la telefónica. Para quienes son demasiado pendejos e imberbes, les informo. Los teléfonos públicos hasta en el ojete de doña Berta empezaron en los '90. En esa época no habia locutorios, si no tenías algún vecino con teléfono (y te juro que en la cuadra había uno solo y se lo pedíamos tanto que a mí ya me daba vergüenza), te tenías que tomar un bondi e ir a hablar directo a la oficina de Entel. Ahí comprabas el cospel y nadie te rompía las pelotas con que el teléfono era medido. Iba para la oficina de Entel cuando me lo encontré al Cabeza, y ahí me contó el resto de la historia. Voy a obviar los saludos y esas cosas, para no aburrir.



"No lo puedo creer, Peralta, no sabés cómo estoy. Esa mina me destrozó, Peralta, ya no soy el mismo. Lloro por los rincones, me despierto pensando en ella, trabajo y estudio pensando en ella, cómo estará, dónde andará, con quién. Y me duermo imaginando una vida juntos... Desde esa noche no hice más que estar al lado de ella, siempre. La iba a buscar a la escuela, la acompañaba al laburo los 3 días por semana que iba, después caminábamos horas, charlando. Vos me conocés, las minas no me asustan, no soy corto, encaro y a otra cosa. Pero con ella quise ir despacio, no quería apurar nada, ni asustarla. Cada vez me sentía mejor. Después de casi tres meses sentí que era el momento, en la puerta de la casa le agarré la mano, le pasé la otra mano por la mejilla y le acaricié el pelo. La acerqué a mí y la besé suavemente, pero no en los labios, sino muy cerca. Un beso que duró una eternidad, no era un beso de despedida, era mucho más. En ese momento me sentí omnipotente y, como en la calesita, quise una vuelta más. Hasta mañana, le dije, la vi entrar, y me fui, Volví a mi casa extasiado. Me dormí con su su perfume fresquito en mi nariz. Todavía sentía su piel en mi mano, las uñas que suavemente se posaron en la palma de mi mano. Era todo tan idílico que ni una paja me hice, Peralta. Pero eso fue todo. Te juro, fue como subir al Aconcagua y después saber que sólo podés descender. Ella tenía miedo, dudaba, de pronto no me tenía confianza (mi fama de picaflor no me ayudaba, Peralta, y yo sólo pensaba en ella, la gran puta madre); seguíamos estando bien, pero cada vez estaba más lejos de ser mi novia. Yo quería eso, que fuera mi novia, con una mina así yo me caso, Peralta, te juro. Una noche, yo muy impaciente, le pedía que se defina, se puso muy mal: no quiero perderte, me dijo, y se puso a llorar; vos sabés lo que eso es para mí, yo puedo estar con una mina, dejarla en la casa y a la vuelta cogerme a la hermana, o a la prima, pero si lloran, si lloran, Peralta, soy un pelotudo; no hay nada que me enternezca más que una mina llorando. Me pueden, no lo puedo controlar. Y Nancy, como si lo supiera, apoyó sus ojitos llorosos en mi camisa celeste y con el rímel húmedo me manchó el cuello. Uh, tu vieja te va a matar, me dijo, y agregó: dame tiempo. El que vos quieras, le dije, y me fui, ya medio caliente y con la verga a media asta, a esa altura, te digo, ya el amor se me había transformado en una calentura padre, y yo le era fiel, no salía con ninguna otra, así que no la ponía ni en un hormiguero, Peralta, imaginate. Me tomé una semana, tiempo en el que fui a ver a la negra Norma para descargar un poco, viste, tampoco la pavada de transformarme en cura. La empecé a llamar por teléfono, me atendía cortante, esperame, sólo me decía. Un día, dos semanas después, tras mucho insistir, le saqué un café. Llegó, se sentó, apenas dijo hola, ni un beso me dio. Se tomó cinco minutos para decirme que se sentía muy bien conmigo, que me extrañaba, que sentía que podía ser el hombre de su vida. Pero que eso también le daba miedo, y que prefería esperar, y que también había aparecido un fulano, pero que no era él, era solamente un filito, me decía, alguien que le gustaba nada más. No pude escuchar más, Peralta, me levanté y me fui. Ni el café pagué. No me olvido más. Lloré 25 cuadras seguidas, loco, una maratón. En esas 25 cuadras me pasó una vida por la cabeza. Cuántas cosas iba a disfrutar el otro tipo, que yo no pude. Cuánto trabajo al pedo. Nunca iba a experimentar como es caminar con ella de la mano, cómo es abrazarla en el cine, cómo es bailar el rocanrol y pasarle la mano por su cintura perfecta, cómo sería el primer beso en esos labios carnosos, cerraría los ojos para besar?, podríamos jugar a besarnos con los ojos abiertos y rozar nuestras pestañas? q pestañas, Peralta, q pestañas!!! cómo sería verla dormir? Gritará o hablará cuando hace el amor? Nunca voy a escuchar su respiración agitada antes de llegar al orgasmo. Tendrá orgasmos? Sí, cómo no. Me perdí esas charlas de nada y de todo después de un porro, o después de un buen vino. Eso me perdía, las conversaciones con ella, podíamos pasarnos horas. Pero cómo hubiese sido pasar con ella horas charlando, pero cada tanto rozarle la mano, o la cara, o alisarle los rulos, o darle besitos atrás de la oreja mientras opina sobre alguna película. En la cuadra 24 me di cuenta que tal vez nunca iba a conocer todo eso, que pudo ser pero no era. Y que conmigo, una vez, sólo había llorado. Y la última cuadra hasta mi casa la corrí. Entré desesperado a mi habitación, busqué la camisa celeste de esa noche y no la encontré. Le pregunté a mi vieja. La lavé, me dijo, la muy guacha, como si nada. Corrí a la terraza. Y ahí estaba la camisa, colgada, con la mancha de rimel en el cuello. No se la pude sacar, me dijo mi vieja, adónde habrás andado. Esta camisa no la tocás más, vieja, cada vez que me la ponga la voy a lavar yo. Está bien, loco de mierda, me largó la vieja, y alguna puteada que no escuché. Y acá estoy, Peralta, todavía sufriendo, todos los días veo la camisa celeste colgada en el placard, y me conformo con saber que nunca nadie me va a sacar eso. Ella me regaló lo único que siempre, pero siempre, ablanda mi corazón: sus lágrimas."



Nos fuimos caminando juntos para casa, en el camino nos compramos una cerveza.

3 comentarios:

chago dijo...

Muy bueno Peralta, me parece revivir las cosas de mi bario Don Bosco.

Anónimo dijo...

la concha de tu madre, ahora me voy a dormir con un bajón...

Peralta dijo...

Gracias Chago,mi barrio no quedaba muy lejos de Don Bosco, le diría que queda muy cerca. Anónimo, tranquilo, pasa nada, las minas van y vienen